LERGA. 10 AÑOS
DESPUÉS
Por Simeón Hidalgo
Valencia (03 de octubre de 2020)
Estuve por primera vez en la villa de Lerga
con ocasión de mi trabajo de investigación sobre las marcas de cantería. No
recuerdo el año, pero sería allá por 1999, época en que recorría Navarra
visitando los edificios iniciados en tiempos de lo que hoy denominamos “estilo
románico”, tratando de identificar, recoger, contabilizar, fotografiar y calcar
las huellas que los canteros medievales grabaron en los sillares de algunos de
estos edificios. En esta primera ocasión me centré en observar los de la
iglesia de San Martín y mi sorpresa fue que no encontré ninguna marca de
cantería, por ello no aparece en la publicación titulada “Canteros románicos
por los caminos de Navarra”, que vio la luz diez años después, en el 2009.
Otra visita fue en 2010, cuando asistí,
con “Los Amigos del Románico”, a un recorrido que, iniciado en Lerga, nos llevó
a conocer las ruinas de la iglesia de Santa Elena en Abaiz, las iglesias de
Gallipienzo y por la tarde las de Aibar.
Y ahora he vuelto a Lerga, pasados otros diez años, el 30 de septiembre de 2020, cuatro días después de presentar en la misma ermita de San Zoilo el libro “Las marcas de cantería en San Zoilo de Cáseda”. He vuelto porque uno de los asistentes interesados en el tema me comentó que en una casa de Lerga había una ballesta grabada y como al día siguiente recibí del informante un correo que decía: “Aquí te envío la ballesta que te comenté ayer. Está en la entrada de una casa en Lerga”, aproveché este buen día del veranillo de San Miguel para ir a recogerla.
Daban las cinco en
el carrillón del reloj cuando llegué y de inmediato comencé a fotografiar
detalles de la villa comenzando por su plaza, lugar en que aparqué. Me dirigí
hacia la iglesia donde me llamó la atención el antiguo cementerio con
abundantes fosas numeradas y con las inscripciones de los nombres de las
personas que allí reposan a las mismas puertas de la iglesia. Me hizo recordar
al suelo del claustro de la iglesia del lugar de Erraztu, en el Baztán, todo él
con enterramientos cubiertos con losas con los nombres de los difuntos, o el de
la misma catedral de Santa María de Pamplona, aunque aquí sólo aparecen los
números de las tumbas.
Rodeando la iglesia doy a una calle que desciende,
cuyas dos últimas casas tienen frondosas parras, aunque la cosecha de este año
no es muy buena.
- ¿Quiere estar con él?
- ¿Ah, pero vive aquí?
- Sí, sí,
ahí arriba. Creo que está en casa. Ya le voy a llamar.
Sigo calcando la
marca de la ballesta y oigo a lo lejos:
-
¡Josemari!
- ¿Qué hay?
- Ahí, un
señor que quiere saludarte.
- ¿Un
señor?
- Sí, que
está dibujando la ballesta de la casa.
- ¡Ah, sí,
será Simeón, que presentó el otro día su libro en San Zoilo!
Cuando baja nos
saludamos y entablamos amigable conversación, hasta el punto de que se ofrece a
enseñarme su pueblo y junto a él y al dueño de la casa de la ballesta, conocida
como la de Martín Andrés, que se llama Carlos Zabaleta, vamos a ver si
encontramos la de la casa en ruinas, pero es imposible. Los restos de hiedra
tapan los muros.
Inmediatamente me
viene a la memoria el lugar de Turrillas, en el valle de Izagaondoa y le
comento:
- ¡Qué
casualidad!, pues en Turrillas también hay un palacete con escudo donde pone
Urniza. A ver si son iguales.
Y claro que lo
son. Ahí están las mismas 13 cruces de San Andrés… y así en nuestra
conversación entroncamos también con una relación de parentesco entre gente de
Lerga y de Turrillas, pues su señora resulta que es sobrina de Baldo y de
Teresa, de Casa Hualde.
Nos acercamos a la
parte baja del pueblo donde también hay casas que muestran en sus restos de
ventanas geminadas el antiguo abolengo de sus moradores y en una de ellas veo que
en las ménsulas que sostienen el dintel hay sendos grabados.
- ¡Otra Ballesta!, digo con admiración, pues no me esperaba este regalo. Está a la derecha de la puerta según miramos, es más grande que la de Casa Martín Andrés.
A la izquierda se
ha grabado, con profundo trazo, una flor hexapétala. Saco la foto
correspondiente y mientras pienso que ya se termina la visita me dice Josemari:
- ¿Te
apetece ver cómo ha quedado la iglesia de Abáiz?
Ante tal
invitación no me puedo resistir y sin dudarlo acepto la invitación.
-Si no hay
problema por tu parte sí me interesa, sí.
-Hay una llave- me dice.
Además, resulta
que hoy es el cumpleaños de mi guía y su señora ha hecho rosquillas y me invita
a probarlas. Deliciosas.
-Feliz
cumpleaños, Josemari.
Camino de Abáiz se
pasa por un pequeño museo al aire libre donde las esculturas realizadas por
“Angelillo”, aprovechando los árboles secos, son una bonita atracción para
chicos y grandes que no hay que perderse.
La hermosa tarde va declinando tranquila y a lo lejos, en lo alto, asoma la iglesia de Abaiz. Al llegar compruebo que el trabajo realizado para consolidar la ruina y evitar el derrumbe total ha sido intenso y ha dado sus frutos.
Josemari me explica, con detalle, y aprecio que también con cariño, la historia del antiguo señorío mientras
Digo que con
cariño porque como me revela más adelante: “mi madre vivió aquí”.
El cariño por
Abaiz es notorio y gentes que le conocen lo ponen de manifiesto. Así me lo han
contado conocidos comunes cuando les digo:
-Tuve la suerte
de que me hizo de guía…”
- ¿Quién,
Josemari? Es que se desvive y cuida desinteresadamente Abaiz y lo enseña y
explica a quienes lo visitan.
En la antigua era hay un empedrado-brújula señalando los puntos cardinales. Lo ha hecho él, y también el muro de piedra para contener la ladera y el menhir que indica el nombre del lugar y las escaleras, y…
El sol se pone y de regreso le comento lo bien que me lo he pasado esta tarde y le doy las gracias por su compañía. Gracias a Josemari he conocido Lerga y Abaiz “por dentro”. Llegué después de diez años de mi anterior visita para hacer la foto y el calco de una ballesta, pero regreso con dos, un montón de fotos de las casas señoriales de Lerga con detalles muy interesantes y, sobre todo ello, me llevo la certificación de que la gente de Lerga es muy maja, simpática, generosa y acogedora, pues reciben al visitante con las manos y sobre todo con el corazón abierto y puedo decir que en Lerga, al menos, tengo ya un amigo. Se llama Josemari Iriarte.
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